La fábrica Schuberth: la revolución femenina en Benissa

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  16/04/2022
El viaje a Alemania

La Schuberth, conocida como la fábrica de plástico de Benissa, marcó un hito, una auténtica revolución, en la incorporación de la mujer al mercado laboral. Hablamos de la década de los 60 del siglo XX cuando el “boom” del turismo todavía no había llegado y la única fuente de riqueza y trabajo era la agricultura. Y el papel de la mujer estaba relegado a las tareas del hogar, al campo o a la “estisorà” –arreglar los racimos de uva- a finales de verano. No había nada más.

            Era el año 1965 y por el pueblo se corrió la voz de que se preparaba un viaje a Alemania. Había un señor alemán que estaba interesado en montar una fábrica en Benissa junto a otros socios españoles. Había que llenar un autobús con 20 mujeres para desplazarse dos meses al país bávaro para aprender a llevar las máquinas y ver cómo se realizaba el trabajo. La empresa fabricaba juegos para cuartos de baño, es decir, alfombras y dos piezas más, una pequeña y redonda para poner los pies y otra para decorar la tapa del wc.

            Elena Giner tiene 85 años y fue una de las jóvenes que, por aquél entonces, decidió emprender su peculiar “aventura europea”. “Cuando me prepusieron el viaje”, recuerda, “no lo pensé dos veces. Me seducía pasar por Francia y ver Alemania”. “De no ser así”, añade, “no tenía la oportunidad de conocer el extranjero”. Hay que ponerse en situación y echar la vista atrás, unos 57 años –que se dice pronto- para entender lo que significó este viaje. Fletar un autobús con veinte mujeres que no sabían hablar inglés ni francés, y menos alemán, y la mayoría, por no decir todas, no habían salido del pueblo, se convirtió en todo un acontecimiento.

            Y lo podemos saber de primera mano porque Giner tiene escritas sus propias memorias de lo que significó para ella ir a un país extranjero. Sabía escribir a máquina y plasmó en letras todo lo vivido y experimentado en un viaje que cambió su vida. La azafata, apunta Giner, les explicaba un poco de historia en cada una de las ciudades por las que pasaban “y parecía aquello un regalo del cielo, aunque en cada uno de los rostros de todas nosotras creo se traslucía una cierta inquietud ante lo desconocido”. La primera parada para hacer noche fue Lyon y, una vez instaladas en el hotel, “cuando llegué a la habitación, retiré una de las cortinas del balcón y quedé fascinada de una gran ciudad que aparecía velada de un gran colorido de luces, majestuosa y, a la vez, aunque fuera por una sola noche, me pareció hospitalaria”. Un testimonio que, con toda seguridad, podemos hacer extensivo al resto de compañeras de viaje.

            Ver un grupo de veinte mujeres con maletas y pasaporte en mano en una estación de tren no sería nada habitual por aquellos años. Su destino era un pueblo llamado Ascheberg, situado al norte de Alemania, a 27 kilómetros de Kiel. La residencia estaba en las afueras, justo a 2 kilómetros. “Todos los días, a las 7 horas, pasaba el autobús que nos dejaba en el pueblo y de allí íbamos andando a la fábrica que quedaba a unos veinte minutos”, dice Giner.

 

LA LLEGADA A LA FÁBRICA

 

            Era febrero y la nieve cubría árboles y las calles. Una estampa nueva para unas mujeres acostumbradas al calor del sol y las altas temperaturas. Giner describe la llegada a la fábrica con estas palabras: “las alemanas manejaban las máquinas a toda velocidad. Eran mujeres la mayoría altas y las más de ellas, gruesas. Las edades, de los 30 a 50 y algunas ya rondaban los 60”. Tras unas primeras semanas duras de aprendizaje, y también de relación con las alemanas, sobre todo por falta de comunicación, “el trabajo se desarrollaba bien, aprendimos rápido y empezamos a decir algunas palabras en alemán para entendernos con nuestras compañeras”.

            Giner asegura que “a decir verdad, el trabajo se aprendió en dos días pero el dueño estaba muy satisfecho de que estuviésemos allí porque, con veinte mujeres más, salían muchos pedidos”. Y tanto porque de los dos meses iniciales de estancia en Alemania al final fueron cinco. “El alquiler de la residencia se nos descontaba de la nómina que cobrábamos, junto a la cuota de la iglesia por nuestra participación en la misa de los domingos”, subraya.

 

LA VIDA EN LA RESIDENCIA

 

            Las beniseras compartieron residencia con seis mujeres gallegas que también trabajaban en la fábrica. Las del norte ocupaban la planta baja y las alicantinas la de arriba. Compartían la cocina y la nevera “y al cabo de unos días vimos huevos pintados y margarinas atadas con un lazito para que no hubiera confusiones”, narra la protagonista de nuestra historia. Hubo buen entendimiento entre ambos grupos y “los domingos estábamos reunidas en plan familiar”. Aún con eso, “cuando convives fuera de casa”, añade, “es cuando más echas en falta el calor de la familia”.

            Los fines de semana se aprovechaban para conocer algunas ciudades cercanas como Kiel y su famoso canal dónde se junta el Mar del Norte y el Mar Báltico. “Era impresionante poder estar contemplando todo lo que sólo habíamos visto en el mapa”, subraya. Lo que más le impactó fue unas escaleras automáticas porque nunca las habían visto. “Éramos felices arriba de las escaleras que subían y bajaban a grandes tiendas de ropa”, recuerda Giner.

            Todos los años, en la primavera, la fábrica hacía una fiesta para los trabajadores y ese año fueron a Gromitz, cerca de Dinamarca. “Ese día comimos carne de ciervo que, por cierto, estaba muy suculenta”. Giner afirma que “saqué la conclusión que no había estado tan mal todo lo que vivimos y que Alemania tenía unos paisajes muy bonitos. Pero, dentro de esa belleza, creo que era un país triste. O, por lo menos a mí me lo parecía”.

            El regreso a España y la puesta en marcha de la fábrica en Benissa será el objeto del segundo capítulo de la Schuberth.

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