Mi amigo Carlitos
Hubo una temporada, cuando éramos más jóvenes, hace unos diez años, solíamos salir a dar largas caminatas, algunas veces por la playa, otras por el campo y algunas por la ciudad.
La playa era una de nuestras rutas preferidas, mojarnos un poco, llenarnos de arena en plan empanados, sacudirnos y ducharnos antes de entrar en casa.
Algo que poco a poco, por circunstancias ajenas, fuimos dejando de hacer, tal vez alguna noche como si fuésemos caminantes furtivos o una madrugada para ver salir el sol en la soledad de las horas que otros usan para dormir ya sea la mona o la otra.
Más tarde las playas se llenan de sombrillas, de gente que se molesta con nuestros juegos de pelota o carreras de entrada y salida al mar, por eso, seguimos nuestros paseos por el campo y la ciudad, donde por alguna extraña razón a nadie le parece mal que disfrutemos de nuestras energías.
De pronto, alguien en un ayuntamiento, no sé cuál fue el primero, decidió acotar unas playas donde Carlitos y yo y muchos yo y otros muchos Carlitos pudiésemos retomar la alegría de los juegos que el mar y la arena nos ofrecen.
Los de las sombrillas, las neveritas, las tumbonas y colchones que dejan sus restos de zumos, latas, bolsas de plástico, colillas, alguna rodaja de tomate caída del bocata, el papel Albal y otros tantos residuos indeseables, ahora tienen su espacio acotado, como lo de las motos de la semana pasada, Carlitos y yo no podemos invadir su vertedero, pero ellos sí nuestro espacio donde todo está pensado para que al irnos, todo esté en orden, limpio y sin sombrillas.
Aún así, hay gente que no está conforme, ese trozo de playa "es de ellos" desde los tiempos de sus abuelos y no están por la labor de dejarse invadir por seres educados que no fuman ni beben, no dejan restos de comidas o bebidas en la arena.
Por fin, Carlitos y yo, muchos yo y muchos Carlitos podemos disfrutar de unas playitas muy bien adaptadas a nuestras costumbres.
Cuando le propongo ir a la playa, mueve el rabo, busca su correa y da saltos de alegría.